Esperan el bus, saber cuántas veces lo han hecho, cuanto tiempo. Aquí en esta ciudad que se gana premios por sus macetas, por verde, por moderna, por tantas cosas que no recuerdo, pero nunca por inclusiva o accesible.
La gente a la primera les mira raro, pero pronto les ve como a esos bichos a los que hay que evitar por miedo, pero que se ignoran por inofensivos. Ha de ser cansado colgarse de sus hombros, pero no sé cómo él no se cansa de cargarlo, quizá le ha dicho que lo baje, pero talvez no quiere ponerlo en el suelo.
Será su hijo, su hermano, no sé, solo me gustaría decirle cuanto le admiro por su tenacidad. Estoico esperó como 15 minutos el transporte que menguara su cansancio, que les llevara quizás a casa. Cuantas cosas hubiese querido preguntarles, quizá apoyarles para intentar conseguir una silla de ruedas, pero me lo impedía ese denso ir y venir de vehículos.
Cuando al fin llegó la camioneta, aquel gallardo joven subió con dificultad las gradas, nadie lo ayudó, a veces no es indiferencia, algo habrá, pero muchos aún tienen miedo de no saber cómo ayudar a una persona con discapacidad. El bus partió, perdiéndose en esa mar de tráfico bajo un sol amarillento y el frío que anunciaba noviembre.
Aquel último lunes de octubre me había ido de la patada. Tras una reunión de trabajo había perdido mis lentes, la muela me dolía y el taxista me hacía esperar más de la cuenta en medio de aquel viento inclemente. Sacado de onda, ya refunfuñaba por un pesado día cuando frente a mí vi esa escena. No cabe duda, hay alguien allá arriba que me muestra cuan agradecido debo estar.
De Byron Pernilla
Escrito sobre lo vivido el 29 de octubre 2018
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