Amor eterno

Cementerio General

Cementerio General

De lejos parece un hormiguero alborotado, azuzado por alguna guerra trivial. Pero te acercas y son seres humanos que convergen al cementerio más grande de la ciudad, es como siempre, un día primero de noviembre.

El viento helado sopla fuerte, seña irrefutable dicen los mayores, que la época lluviosa se ha ido. Casi siempre el viento es fuerte este día, incluso llovizna, hoy parece que no habrá lluvia, pero a cambio el frío cala los huesos. No importa el clima, marchar rumbo a ese lugar provoca una extraña mescla de sentimientos, alegría porque compartes con gente intima el trayecto y hasta la algarabía del lugar, pero también tristeza porque a ese alguien a quien llevas flores, mejor quisieras abrazarle. Creo que gana un tanto la melancolía.

Una de las conversaciones que siempre salen a luz en estas fechas son aquellas de los detractores de este tipo de conmemoraciones, ya sea por fanatismos religiosos, o por aquellos amargados que todos los días descubren el agua azucarada. Y dicen: “En vida, ahí no hay nada”. “Cuando muera no quiero que me lleven flores”. “Ya muerto para qué”. Y los peores, los que juzgan y sentencian: “Seguramente les arde la conciencia”.

Para los cristianos, basta que lean cuando a Jesús le informan de la muerte de Lázaro, incluso dicen las escrituras que lloró. ¿Se imaginan que hubiese respondido como lo anteriormente descrito? Y por mucho que sean los legalismos religiosos que se hayan comprado, hay algo que como seres humanos debiésemos contemplar: respeto.

Fuera de las cuestiones religiosas, el acudir a dejar flores es algo inexplicable a satisfacción de quien se niega a percibir sentimientos. En lo particular yo amé por 14 años a ese ser lindo que estuvo a mi lado, compartimos desde una cena en el hotel más caro de Guatemala, hasta la mitad de un hot dog en alguna esquina cundo el hambre apretó. Estudió en los mejores colegios que pude pagar, y mis amigos son testigos del amor que destilamos.

Llevar flores es lo menos que puedo hacer ahora, sé que él no esta ahí en esa fría tumba, lo sé pues todos los días converso con él; yo seré de aquellos viejitos que hablan solos. Quizá pienso que uno lleva flores un tanto por su ser querido y otro tanto por uno mismo, tus ojos necesitan ver algo de tanto que amaste.

Hay quienes van y soportan el sentimiento, no lo expresan, pero nadie sabe lo que sienten por dentro estando ahí de frente a la tumba. Están los que necesitan ayuda para sentir de nuevo el dolor de perdida, y llevan sus mariachis. Este año al pasar frente a unas personas congregadas alrededor de una tumba aprecie algo diferente, una de ellas con su Ipad reproducía la canción de Emmanuel: Todo se derrumbó. Me fui prensando que surrealista era eso, pero después recordé que una de las partes dice: “Yo era feliz contigo, vida mía…” memento de la lirica que seguramente la persona adapto a su sentir.

A unos metros de la tumba que adorno había una señora como de unos 60 años, sentada en el suelo junto a un nicho, lloraba desconsoladamente. Alrededor como 5 personas que calladas permanecían cabizbajas, nadie decía nada; seguramente la pérdida era muy reciente. Escuchando y viendo tan dramático cuadro uno solamente puede pedirle a Dios que brinde paz a tan evidente dolor espiritual, ese que algún día enfrentamos. El resumen sería que todos reaccionamos de distinta manera ante un mismo dolor espiritual, y que esas expresiones deben respetarse, tarde o temprano nos tocará expresarlas o que las expresen por nosotros.

Después de desahogar el corazón, como siempre, como que se regresa a la realidad al salir de la necrópolis. Camino de regreso te vas dando cuenta de ese gran mercado que se ha vuelto ese día el cementerio. Puedes adquirir toda clase de ropa, imagínate comprarte ropa interior en el cementerio, sería una gran anécdota; igual puedes comprar un pescado, un conejo, tortugas y hasta los pobrecitos pollitos pintados de colores. Afortunadamente hay tantos cachivaches de venta ahí, que este año logré conseguir un par de coderas que siempre se me olvidaba comprar, y claro, siempre me vence la tentación de comprar churros.

Ahí quedó ese lugar al que regreso cada que puedo, a ese que voy y que no importando el clima siempre me entristecerá, pero que extrañamente igual me fortalece. Terminé mi día comiendo molletes (el fiambre, ni a la fuerza), ese dulce chapín que hace algunos años degustaba con quien hoy extraño, pero como dice la canción, con ese con quien estaré alguna vez más para amarnos más.

Un artículo de Byron Pernilla para Asodispro®

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