La señora de la silla de ruedas

Cada que salía le veía, un día en aquella esquina, otra, en esa parada de bus, a veces la acompañaba un niño. Era ya una señora, quizá unos 45 años, siempre maquillada, en su silla de ruedas extendía la mano a los transeúntes y automovilistas. Los conductores le daban monedas, mientras ella les agradecía por su nombre, era como un personaje popular. ¿Qué sentía? Lo más seguro era humo. ¿Por qué lo hacía? -¡Por haragana lo más probable!- pensé.

Más de alguna vez dije: – Si ella trabajara, por lo menos de lavar ropa, no estaría dando lástima.- Mi ego rebuznaba, presumía el que yo trabajara a pesar de mi tetraplejía. Entonces no me relacionaba con personas con discapacidad, mi vida era muy distante a las personas en mi condición de vida, como la de tantos otros. Pensaba que mucha culpa tenía gente como ella del estereotipo de pedigüeños que muchos endilgan a las personas con discapacidad.

Un buen día, se inauguró una casa hogar para necesitados en el área, y la esposa del alcalde del lugar me invitó. Ahí estaba aquella dama, su aroma un tanto agobiante delataba su pulcritud, su intenso maquillaje su identidad. Me saludó con un giñó y su fácil sonrisa de carmín, como quien saluda a un colega. Pude pensar: -¡Ha que igualada!-

En lo que mi asistente se fue, ella se acercó. Muy amena rompió el hielo y me invitó un café. Yo a merced de no poder mover mi silla, opté por seguirle la corriente de cortesía, no tenía entre mis planes hablarle. Me contó algo que cambió mi pensar.

Un hombre sin una pierna y en muletas, da unas monedas a un mendigo sin piernas en la calle

No debiésemos juzgar

Era una señora de treinta y tantos, vivía con su esposo, hijo de 6 años y su madre ciega de ochenta y tantos. Para ganarse la vida vendía atol y tostadas en una parada de bus. Un día una camioneta se estrelló en su negocio, perdió las dos piernas. El conductor huyó y nadie se hizo responsable. Dos meses después de aquella desgracia el marido se largó. Ella, su hijo y abuela debían comer y no tenían para invertir en el anterior negocio.

La garganta se me atoró, aborrecí mis prejuicios y me avergoncé. Yo como hombre aun no sé qué hubiese hecho. Su forma de actuar, su sonrisa y candidez adquirieron un fulgor distinto, ella no vivía de lo que le daban, sobrevivía. Y ahí estaba ella, toda una dama sosteniendo a su hijo y su madre.

Aquel día aquella dama me preguntó: -¿Y tú quién eres?-

Sin lujo de detalles le conté algo…pero me hubiese gustado decirle: -Solo un tonto con suerte.-

Qué bueno fuera que todos observáramos más allá de lo que vemos en la calle, más allá del prejuicio.

De Byron Pernilla

 

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