Encorvado y pequeñito era un señor ya muy grande, un adulto mayor para la corrección política, quizá alrededor de los 70 años, llevaba su ropa sucia, al hombro cargaba una bolsa de costal, usaba mascarilla pero en la barbilla, su boca y nariz sin protección.
Yo esperaba turno fuera de una clínica médica, y es que la sala de espera era algo pequeña y debido a que el calor me afecta mucho, preferí esperar en la acera. Ahí estaba yo observando cómo ha cambiado el mundo, de cómo ya no necesito ir al cine para sentir el miedo en el aire, con un tráfico extraño y personas con el rostro cubierto, pareciera que estoy en una película surrealista, quizá como aquellas del Santo contra las Momias, esas que me daban miedo de niño y que más tarde me dieron risa; extrañamente aquel miedo que sentía de chico se parece tanto a este que siento en plena calle y con un cielo despejado.
Salir de casa en plena escalada de Covid-19, cómo tetrapléjico que soy, es toda una odisea; un día antes se planifica la logística, quienes me prepararan, quien manejará, quien permanecerá conmigo y un resto de cosas, pero no es que yo sea excéntrico, resulta que soy un inútil que no puede ni colocarse una pinche mascarilla y dependo de otra persona en cada movimiento.
Aquella mañana debí ayunar por unos exámenes que se me realizarían, y teniendo en mente todas las medidas higiénicas que debía tener al ser un habitual cliente asmático, se me había olvidado llevar algo de comer tras los exámenes. Pero uno de mis mejores amigos y quien me acompañaba, había previsto la situación, tras colocarme a la par de una banca, que casualmente está frente a la clínica, me convidó del desayuno que traía en su mochila. Después de usar gel y toallitas húmedas para desinfectarnos las manos paranoicamente, teniendo los panes en la mano, y mientras oramos agradeciendo los alimentos, sentí diferente aquella plegaria, recordé que apenas a 4 cuadras de donde estábamos, estaba un hospital saturado de pacientes con coronavirus, y que tristemente en mi país no bajamos de 15 muertos diarios en más de una semana, ello provocaba un verdadero agradecimiento por lo que tragábamos en aquella banca.
Tras el desayuno, en un momento debí quedarme solo pues mi asistente debía ir a traer unos exámenes que me había practicado más temprano, debía permanecer solo durante unos 20 minutos. Cuando mi cuate se fue el sol no me daba, increíblemente cómo 10 minutos después el sol me daba plenamente, como yo no puedo sudar, me caliento de sobremanera, esto hace que drene mucosidad por la nariz, que a la larga es como sudor, pero se volvía insoportable al tener mascarilla y una careta de plástico.
La verdad no sabía a ciencia cierta cuando regresaría mi amigo, entonces empecé a evaluar opciones, empujar mis llantas no era una buena idea pues como no muevo los dedos debo empujar la rueda, cosa totalmente contaminada, entonces debía pedir ayuda a algún extraño que pasara, cosa que era exponerme a ser manipulado por alguien que a saber de dónde venía. Con la mascarilla ya empapada, sintiéndome quemar y asfixiado, debía pedir ayuda si o sí. Después de ver pasar a varias personas elegí a un joven que se veía corpulento y quien vestía deportivamente, al llamar su atención con una de mis deformes manos, este se llevó las manos a las bolsas de su pants y con un movimiento de cabeza decía no, encogiendo de hombros y siguiendo sin detenerse. Lamentablemente es ese estereotipo que se tiene, de que alguien que te llame en la calle en silla de ruedas, seguramente quiere limosna.
De pronto alguien me habló por detrás, al parecer un familiar de alguien que esperaba consulta había observado mi maniobra fallida por buscar ayuda, preguntándome si necesitaba algo, cosa que agradecí pues me alejó del tortuoso sol de mediodía que se acercaba. Como estaba de espaldas, yo no sabía que esta persona estaba atrás de mí. Fue espantoso el sentirse ahogar tras la mascarilla y el caliente plástico de la careta, al llegar mi ayudante me limpio el desastre. Por lo sucedido me quedó quemada mi nariz y barbilla, fue una especie de combinación entre calor y humedad, como que lo húmedo hirvió en mi rostro.
Estando en la sombra fue cuando apareció el señor que describo al inició de esta entrada. El don se sentó en la banca en donde habíamos desayunado, no le importó el sol y no sé cómo soportó lo caliente que la banca estaba. Al observarlo no dejaba de pensar en cómo alguien a esa edad andaba prácticamente sin protección, quiénes serían sus familiares, pero yo me respondía suponiendo que seguro no tenía familiares. Él hablaba solo, como quien sostenía una amena charla. De pronto se le acercó una señora que pasaba y le metió algo en el bolsillo de su camisa, dándole una palmada en su encorvada espalda, a lo que él respondió asintiendo con cabeza y dándole una sonrisa a su benefactora.
De pronto reflexioné, aquella mañana había conversado con mis amigos que era una gran mala suerte haber enfermado en plana pandemia, yo mismo refunfuñaba pues por mis malestares mi trabajo era a medio vapor, pero más me molestaba estar importunando a mis amigos y ahora exponiéndolos al dichoso bicho. Pero ahí estaba frente a alguien que lucía abandonado, sobreviviendo en una ciudad medio desierta y quizá esperando la caridad de quienes aún ven al prójimo.
Esto no se dice, pero lo haré por un motivo, y es que igual que la señora pedí a mi cuate ponerle una ayuda en el bolsillo al don. En algún momento mi acompañante debió entrar a la clínica para saber cuánto faltaba para que me tocara mi turno. En ese momento el abuelito se marchó, unos momentos después regresó y me enseñó unos panes que había comprado, y me preguntó: ¿Usted se echa los tragos? Me desconcerté, pero debajo de los panes traían una botellita de licor. Al decirle que no, él se volvió a sentar en la banca a disfrutar de su compra. Entonces me arrepentí de haberlo ayudado, quizá contribuía a su muerte.
Por todo lo anterior, a cuantos colegas con discapacidad les he instado al trabajo como fuente de inspiración para continuar, pero muchos creen que solo se trabaja si hay plata de por medio, cosa admisible si el individuo no tiene en que caerse muerto o si el trabajo requiere de mucha inversión. Pero hay muchos que teniendo las herramientas y la oportunidad sin sufrir consecuencias, no lo hace esgrimiendo infinidad de escusas. Es ahora que se puede hacer algo productivo, y es que llegará aquel atardecer en nuestras vidas en donde ya no podamos sembrar, sino cosechar aquello por lo que sangraron nuestras manos al arar la tierra.
Esa mañana había dos personas en aquella banca, pero atrás de los teléfonos había cómo 6 personas más en distintos lugares, incluso un par en otro país pendientes de lo que me sucedía. Tras ver los exámenes el doctor me informó que oficialmente adquirí otra discapacidad, perdí mi audición del oído derecho, y eso era mi trastorno. Mientras me redactaba las prescripciones, no hice sino, agradecer a Dios la oportunidad de vivir, de poder trabajar, así como lo poco que puedo ayudar a los demás.
Y mientras esperaba a quien nos traería de vuelta en su auto, bajo un frondoso árbol, pensaba que no debía arrepentirme de haberle dado plata al ancianito, y es que cada quien escoge su felicidad, y yo había contribuido a esa fugaz que él había tenido aquella mañana; esto pues yo me iba a continuar mis propósitos que me dan alegrías que duran, junto a seres extraordinarios que nunca han dejado de hacerme sentir que estoy solo en esto, y que tengo la enorme responsabilidad de pagar esa gran deuda, quizá no a ellos, sino a otros que no tienen las mismas oportunidades que Dios me dio.
De Byron Pernilla