Cómo llegué a querer a mi pareja

No me gustaba su presencia, sentía su mirada fría, pesada casi odiosa. No me explicaba como ella había llegado a mi vida de improvisto, y sin tener nada en común se había adueñado de mi vida; y aunque aún no me atrevía a entregarme totalmente, ahí estaba ella, tan cerca de mis más inconfesables sentimientos, al asecho de lo que quisiera, tan cerca de mi lecho.

Por primera vez todos estaban de acuerdo en que me convenía, que estaba hecha para mí. Y aunque nunca les llevé la contraria, siempre le tuve miedo, como un reo condenado que se niega a escuchar su sentencia. Era casi como la de Luismi, fría como el viento, pero nunca peligrosa.

Fuera de mis amigos y familia, muchos hablaban mal de ella. Su mala reputación, según ellos, consistía en que cualquiera que andaba con ella era convertido en un inútil, un pobre perdedor de la vida a quien ella le decía a donde ir  y que hacer pues les robaba la voluntad.

Hablé antes con ella a solas, reservado como soy no quería que me vieran suplicarle que no fuese a lastimarme. Y una vez seducido por su piel suave y la seguridad que me trasmitía, me entregué en sus brazos cerrando los ojos. El miedo era por lo vivido, ya cuantas veces habían roto mi corazón.

Después de fundirnos en un solo ser, de hacerla mía y yo suyo, comprendí que pasaríamos muchísimo tiempo juntos y que no me avergonzaría de ella como tantos hubiesen querido. Fue entonces que descubrí sentimientos que nunca antes había experimentado por cosa parecida, ambos debíamos cuidarnos, los dos lo sabíamos. Hoy día no sé qué haría sin mi silla de ruedas y adoro que ella nunca le diga a nadie todo lo que hacemos, puesto que no todo lo que parece es cierto.

De Byron Pernilla

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