Recibí un e-mail, formalmente me decía que gustaba del proyecto que en ese momento desarrollaba, que deseaba apoyarlo de alguna manera y que le gustarían fuéramos amigos.
Yo vi target y contacté inmediatamente; soy de los típicos adictos al trabajo que solo por eso responden mensajes. Después de la primera conversación vía correo, comenzó el clásico chateo. Que si buenos días, que cómo te fue hoy, lo clásico. Un buen día me llamó por teléfono, su voz era dulce, con tono elegante y léxico florido, el colgarle daba la sensación de haber hecho lo incorrecto al privar los oídos de tan exquisitos decibeles.
La chica de esta historia real no le pondré nombre, sería faltarle a nuestro cariño. Fue como la película de ¿Tienes un e-mail? Versión Tortrix (chuchería o fritura tradicional de mi país). Soy alguien no muy adepto al chateo, por lo que si bien así comenzó, fue por teléfono en donde comencé a conocerla en aquellas largas noches de lluvia. Extrañamente no recuerdo haberle dicho si quería ser mi novia, ni ella lo propuso, simplemente empezamos a decirnos cosas de pareja, fue como un código que solo los 2 entendíamos. Luego de unas semanas llegó diciembre, y como yo soy todo o nada, irremediablemente debíamos conocernos.
El encuentro
Aquella mañana el sol esplendoroso de un cielo despejado intentaba hacer olvidar el sobrecogedor viento que a eso del medio día aún se dejaba sentir. Era raro, por más de haber stalkeado sus redes y ver sus fotografías, aun la duda me daba más escalofríos que el clima. La cita era en un lugar público, un centro comercial atestado entonces por compradores en vísperas de navidad.
No, no fui temerario. Me dejaron al pie de una escalinata eléctrica, frente a un elevador de cristal que habíamos acordado, pero en lo alto dos de mis amigos vigilaban el encuentro, la verdad creo que muchas películas del 007 hicieron efecto. Nervioso vigilaba, no sabía de donde saldría, mi corazón latía espantoso, como cuando de niño abres aquel regalo esperado el día de navidad y rezas porque no sean calcetines. De pronto unas chica me alzó la mano desde la escalera eléctrica, entonces mi primer pensamiento fue de satisfacción, por lo menos no era un moreno con barba.
Almorzamos en un lindo restaurante, de esos en el que el mesero te dice su nombre y tú ya sabes que significa que en la factura te cobrarán la propina, aunque su nombre ni lo recuerdes tras la sopa. Me contó de su familia, de su profesión, igual hice yo; teníamos mucho en común.
Después nos dirigimos a ver una película, ella por ratos empujaba la silla de ruedas o me abrazaba por atrás. ¿Saben? Yo creo que el sentir ese tipo de cariño es de lo más romántico que tiene el usar silla de ruedas. Determiné que el primer beso fuera en la sala del cine.
Subimos al elevador de cristal, inesperadamente ella volteó mi rostro y me besó. Fue de película antes de ver una. No sé cómo se vería desde afuera, quizá ridículo, pero para mí fue algo para no olvidar nunca, aquella sensación de movimiento al sentir sus labios por primera vez. Era el comienzo de una preciosa relación de poco más de un año, dejamos que otras personas nos cantaran como sirenas y terminamos una historia que no debió tener fin.
De Byron Pernilla