Discapacidad: cuando me dan dinero en la calle

En un primer plano un helado de cono de galleta, se ve una persona de espaldas en silla de ruedas.

Sentir las ganas de ayudar a alguien es una linda sensación que muchos tenemos fugazmente, lejos de ponernos a buscar la raíz de la palabra “ayudar”, que si para unos es solidaridad y para otros lástima, uno lo hace por el siempre hecho de hacer feliz a otra persona. Algunos lo hacen cuando pueden, otros lo agarramos como deporte.

Hace mucho escribí aquel día en que comprendí que era feo el rechazar las monedas que a veces la gente me daba en la calle. Si, al principio cuando salía a la calle en silla de ruedas, había quien me daba dinero y yo les decía que no muchas gracias, arrogantemente alguna vez respondí: -No gracias, quizá a usted le sirvan más.-

Cierta vez, rodaba por la calle junto a mi hijo y unos extranjeros se acercaron, me dieron 5 monedas, a decirles que no era necesario iba yo, cuando mi acompañante me hizo señas de que lo recibiera. Ya solos le dije que eso era vergonzoso, pero él me dijo que a unas cuadras había una señora que pedía dinero y a él le daba pena. Así lo hicimos, pasamos dándole las monedas.

Un hombre con muletas y sin una pierna, da dinero a un mendigo sin piernas.

Nunca le quites a nadie el impulso de ayudar

Después no sé cómo fue que llegué a la conclusión que eso de dar dinero en la calle era una bendición que las personas de buen corazón recibían, que negárselas no era buena idea, lastimaba su corazón y quizá después ellos ya no darían quizá a quien realmente necesitara.

Lo puse en práctica en un hospital. Llegué a ver a un amigo, y en algún momento una señora indígena, quizá 70 años, me dijo: Pobrecito, tome unos sus centavos.- Metió su mano temblorosa en un delantal desteñido, y sacó un billete, dándomelo con un vejo de ternura en su mirada. No es que me sienta pobre, pero aquel día salí sintiéndome millonario de aquel lugar. Ese dinero lo di a otra persona necesitada.

Esta semana lo puse en práctica después de mucho tiempo. Fui a un compromiso de trabajo y quedamos de vernos en la entrada de un Centro Comercial, por varios motivos me quedé solo a la par de una heladería, en un primer momento no había gente. De pronto llegó un grupo de niños con algunos adultos, compraron helados y se dispusieron a comerlos parados cerca de mí. Todo normal, yo ni en cuenta pensando en mis cosas.

Un voluntario con nariz roja de payaso, hace sonreír a una< niña en silla de ruedas.

Una buena persona, tendrá siempre un corazón dispuesto a la ayuda.

De pronto, un niño como de 12 años, que no era del grupo junto a mí, me dice que si quiero un helado, extendiendo su mano con uno cremoso de cono de galleta. Él chico no se imaginó todo lo que pensé en los segundos que extendía la mano. Estaba algo malo del estómago, comérmelo podría acarrearme un desastre en plena cita de trabajo, pero el chico se miraba como temeroso al hablarme. Por aparte, al no poder mover mis dedos, casi siempre alguien ayuda al gordo a comer helado; pero podría no solo quitar la bendición, sino hacer un daño permanente.

Muchas gracias le dije mientras hice la lucha por presionar el cono con las palmas de mis dos manos. El chico luchó por acomodarlo y con una sonrisa me dijo adiós. No logré ver con quienes iba aquel chico, pero quien le dijo que lo hiciera inculca un gran valor en ese joven corazón; imagino que quizá vio que todos comían menos yo.

Por primera vez no podía dar esa bendición a otra persona, creo que era para mí y esas personas. Ahí quedé yo, tratando de comérmelo antes de que se derritiera por lo lento de mis movimientos y feliz de saber que en este mundo hay gente buena.

De Byron Pernilla

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