El despertar era diferente, muy frío, por un vidrio panorámico junto a mi cama se podía observar una capa blanca sobre el césped, la clásica escarcha del lugar. La casa hogar donde vivía se había trasladado a San Lucas Sacatepéquez, lugar maravilloso en 1993, de un clima perpetuamente fresco.
Qué rico era el que me bañaran con agua calientita, y después tomar mi café con un pan recién hecho mientras leía el periódico. Al principio me entristecí pues me alejaban de muchas amistades que había forjado en la ciudad. Pero poco a poco, todo volvió a encausarse.
La casa estaba en el “camino a Santiago”, y pocas cuadras del “Mercadito de San Lucas”, lugar frecuentado por turistas, famoso por el atol y las tortillas con longaniza. Para mí fue como vivir en un paraíso. Con mi padre salíamos a comer los domingos y era genial cuando salíamos con los cuates.
Un buen día una amiga del lugar, me contó un desliz con alguien en un hotel, que me dijo, estaba en la misma ruta a Santiago, a unas cuadras del hospicio. La anécdota me quedó grabada en mi cabeza cochambrosa de entonces. Un viernes dije que familiares me llevarían a un casamiento y que regresaría hasta otro día, cité a mi novia a cenar en el mercadito y le propuse que pasáramos la noche juntos.
Entrada la noche al terminar la cena, decidimos emprender la búsqueda de aquel lugar prohibido a menores (condenado Camilo Sesto). Era una carretera de doble vía estrecha, se abría paso en medio de un sendero tupido de frondosos pinos, los cuales al agitarse con el viento, convertían aquel trayecto en una enorme refrigeradora. Era desolado, metros de terrenos baldíos, separaban las escasas viviendas.
Mi entonces inmaduro razonamiento, no tomó en cuenta que entonces no había acera y mucho menos alumbrado público, solo apostaba a que era cerca. De día ella había empujado mi silla de ruedas muchas veces por el lugar. La oscuridad y el encandilamiento esporádico de los autos, parecían hacer más grandes las piedras, mientras que el frío viento nos hacía parecer un barco a la deriva.
La chica por ratos se recostaba sobre mi espalda, no era que me quisiera mucho en ese momento, es que así descansaba en medio de aquel intermitente sonido de los escasos conductores que pululaban entonces. Muy tarde nos dimos cuenta que las cuadras del lugar eran de un kilómetro. En algún momento ella se sentó en mis piernas y me dijo que era lo peor que le había hecho, su reproche fue el más tierno de mi vida.
No había celulares, la oscuridad y el frio era total por los pinos, era para un capítulo de Sobreviviendo del Discovery. Tenía solución si me regresaba a la casa hogar, pero eso era fatal para ella, pues uno de los de turno la conocía. Logré convencerla que continuara, aunque cada vez nos alejábamos más de la civilización (jaja). La silla de ruedas tronaba cada vez peor, pensé que se podría quebrar, entonces ya rezaba por encontrar el lugar, ya tan solo para dormir.
Al pasar por la enésima cuadra, una luz tenue alumbraba un letrero ilegible como a cien metros. Me dejó en el lugar y se acercó a leer. De pronto alzó sus dos manos empuñadas, ni Roky sintió lo que ella. Ciertamente lo encontramos, entonces ya poco nos importó la media sonrisa de quien nos registró, aunque nunca la olvidaremos.
Esta anécdota y otras que he escrito, no hubiesen tenido que ser penurias, las personas sin discapacidad lo hacen y no pasa nada; pero las dificultades no implican que una persona con discapacidad física no lo haga. La discapacidad no es el ideal de nadie, ni el sinónimo de una persona infeliz, puede convertirse en la causa de aventuras y sensaciones que ni un alpinista podrá saber. Lo describo pues una PCD debe ser percibida como un ser humano, con todos sus errores y triunfos.
Últimamente he viajado a suroccidente y al pasar por el lugar todo ha cambiado, el mercadito es un mercado rodeado de centros comerciales con un tráfico insoportable. Pero me sonrío, malo o bueno, hice lo que pude, y tuve la suerte de tener gente maravillosamente dispuesta a jugársela por mí.
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Donde quiera que estés.
Byron Pernilla