Siempre me he preguntado cómo sería mi vida si nunca hubiese realizado aquel fatídico salto del Pato Lucas, sí, ese que hace cuando no hay agua en la piscina. Al contrario de lo que muchos dicen que eran cuando la vida les cambió al adquirir una discapacidad física, seres malos, yo no lo era, bueno eso creo yo jeje.
Esto viene pues hay una creencia muy constante entre personas con discapacidad adquirida, el pensar que lo que les sucedió fue por ser gente mala o llevar “un camino equivocado” y que debido a ello Dios les “castigo” para enderezar la ruta, pues sino, “a saber qué cosas malas les hubiese ocurrido”. Incluso, hay muchos que se avergüenzan da le vida que llevaban antes de la discapacidad.
En mi caso, lo cierto fue que bailaba mucho, la época me lo dictaba. Los jóvenes de entonces éramos influenciados por la música en inglés, escuchar la música en español era como un pecado, y entonces escondíamos los discos, por ejemplo, de Timbiriche. Todo empezó a cambiar con la llegada del rock argentino, ellos obligados a no escuchar música en inglés, crearon un rock original.
Yo trabajaba con mi padre de día en un mercado, de noche estudiaba y los fines de semana me la pasaba en las discotecas, mi hobby fue mi gran pasión: bailar, de hecho gané algunos concursos. Antes que los delincuentes deportados destruyeran los grupos que formamos, nuestras broncas de entonces eran por ser los mejores en la pista de baile.
Para variar, yo lideraba un grupo de amigos que aparte de bailar, pretendíamos crear un grupo de rock. Quería ser periodista, pero igual me gustaba la idea de ser voluntario en donde hubiese necesidad. Soñaba con casarme con una chica sensible, profesional y que gustara de hacer locuras espontáneas, quizá amanecer en algún mirador de la ciudad junto a una copa de champán, no me casé entonces, pero sí amanecí de esa manera. Me enseñaron que todo tenía un precio, que no hay almuerzo gratis, por tanto igual le trabajé a mi padre con pasión, mi martillo lo sabe.
Cierta vez, de camino a una discoteca el bus pasó por un parque, yo observé gente sentada en las bancas, y algunos dando de comer a las palomas. Me parecía patético el que alguien pudiese ser feliz de ese modo, como en animación suspendida. De igual forma cuando alguien me decía que se cansaba de trabajar tras un escritorio, me parecía tonto pues yo no le llamaba trabajo a algo que se hiciera sentado.
Una buena mañana todo cambió. Al despertar todos lloraban junto a mi cama, por más que me dijeron que todo estaría bien, sus rostros me lo negaban. Los sueños eran ahora pesadillas, mi hobby se había ido por el drenaje y mi trabajo ya no me haría rico. No comprendía como Dios me castigaba si no hacía nada malo, mi imprudencia la endosaba al que me decían era un ser bondadoso.
A diferencia de otras historias de superación que he escuchado de mi condición, con mi viejo vivíamos económicamente al día y pues no tenía ni un centavo para ningún tratamiento (por lo que nunca tuve rehabilitación en el primer año), Internet no existía y todos murmuraban que “quizá era un castigo”, por lo que sería una “carga” para mi viejo. Recuerdo que mis primeras lágrimas fueron cuando me raparon mi cuidado y estiloso cabello que sobrepasaba mis hombros, y que decir de aquellos primeros fines de semana viendo caer el sol, inmóvil en una cama y sintiendo mi vida en penumbras como lo era aquella habitación. Algunos amigos llegaban con sus grabadoras para que los viera bailar, querían animarme, al dejarme solo más me dolía.
Sé que es raro lo que escribiré, pero lo hago sinceramente: al no tener ningún familiar cerca después de mi accidente, el verdadero punto de inflexión, o sea, el instante en que decidí continuar viviendo, fue ese en el que una chica hizo que aceptara que todo había cambiado, pero que dentro de mi yo seguía siendo el mismo. Sé que suena banal, pero sería otro hipócrita al escribir que yo fui capaz de superar “solo” aquella prueba o que mi gran fe en Dios lo hizo, o quizá escribir que yo no tengo “límites”; así como la vida no es una novela en la que el “discapacitado” camina para un final feliz. Lo que creo (que no tiene por qué creerlo otra persona), es que el Señor tuvo que ver en todo ese proceso que llaman destino, pues había un propósito que con los años he comprendido. ¿Y si no fuera así? Nada ganaría con ser un amargado pensando en el castigo.
Tras un año solo en un cuarto y como seis en un hospicio, hoy día veo mi vida sin discapacidad como algo que no fue malo, o peor aún, que tuve un castigo por ello. Todo lo que hice sin discapacidad me preparó para la vida que hoy llevo. Dios fue bueno al darme la oportunidad de vivir una juventud maravillosa, aprender el gusto por trabajar, disfrutar la sensación de libertad y la emoción de bailar junto a una chica soñada bajo la mirada de todos. No creo que fue un castigo, y no fui carga para mi padre. Lo vivido me hizo comprender el sufrimiento de quienes están atrapados no solo en sus cuerpos, sino vedados de la superación, muchas veces exclusiva para quienes pueden pagar con o sin discapacidad.
Aprendí a disfrutar de una tarde de domingo con palomitas de maíz y a trabajar hasta el cansancio total tras un escritorio. No me avergüenzo de mi anterior vida, errores todos cometemos. Por todo lo que hice antes de mi imprudencia al adquirir discapacidad, procuro que otros sientan menos pesada las limitaciones de la discapacidad. He intentado llevar oportunidad a los que más difícil la tienen, pues Dios me concedió lo que a otros no, con plata y sin plata: tomar mis propias decisiones.
De Byron Pernilla